jueves, 23 de febrero de 2017

Muerte viviente.



Estoy en una pequeña isla en medio de un lago. Es un refugio. Sólo hay una salida. El lago es demasiado grande y profundo para nadar en él y la salida, bueno... no sé dónde está esa salida. Y es curioso porque entré por ese camino y no me acuerdo dónde está.
Es una isla curiosa, pequeña, acogedora. La conozco de antes, lo sé, lo siento. Y no sé por qué no encuentro esa maldita salida.

No es que no me guste estar aquí, como dije me siento familiarizada con esta isla. Solo es que sé que tras pasar el lago hay un inmenso bosque. Quiero ir al bosque. ¿Quién sabe, a lo mejor hay cosas nuevas?  Pero aquí se está bien.

Me da miedo el lago, por eso lo ignoro. No me acerco a la orilla. ¿Y si la salida está por ahí oculta y yo sigo aquí, en la distancia, viendo como pasa el tiempo? Bueno, aquí se está bien.
No hay peligro. Es una isla bonita aunque no hay gran cosa en ella.

Anhelo oler a vida. Aquí no ocurre nada. Solo me quedo sentada viendo como los momentos van pasando ajena a ellos.

Me canso de esta isla. En realidad no es tan bonita. No hay nada.

Quiero salir pero el lago se ve tan peligroso y sigo sin encontrar la salida. ¿Por qué fui a la isla, de qué huía?

Me acerco a la orilla y veo mi reflejo en ese agua tan mansa y me doy miedo porque no me reconozco. ¿Cuánto tiempo he estado aquí? ¿En qué me he convertido? Empiezo a buscar la salida desde la orilla. Sigo sin encontrarla.

Siento que estoy entrando a la boca del lobo, el agua es demasiado mansa y no sé qué esconde en sus profundidades. Me da mucho miedo el adentrarme en él. ¿Quiero salir? No lo sé. Me gustaría cerrar los ojos y que al abrirlos estuviera en la orilla del bosque. Seguro que allí hay vida, porque aquí huele a muerte, a mi propia muerte respirando en mi cogote a espera de que me vuelva a dormir en esa pequeña isla.

Estoy anestesiada. Aquí no pasa nada. Me dan ganas de tirarme al agua y nadar, nadar, nadar... y ahogarme. Eso podría salvarme.

Meto los pies en el agua por primera vez desde que llegué allí. Está helada como las manos de un muerto. Me hace ser consciente de mi propio calor, ese que poco a poco se está yendo. Tirito. Me duele todo el cuerpo. Son pinchazos de realidad. No es una isla, es mi propio infierno. La tinta de un libro en el que está escrito tu propia muerte. Es mi isla, mi mente, mi alma apaciguada, mi distorsión de la realidad, deseos, anhelos, suspiros, muerte, vida...

Me llega el agua por el cuello.

¿Y si me dejo llevar? ¡Qué ilusa eres! No es un río, es un lago... aquí solo caerás al fondo y nadie vendrá a salvarte. ¿Nadie me salvará? ¿Qué hago entonces? Intento nadar.

Maldita sea la hora a la que llegué a esta isla.

Aún sigo nadando. ¿Llegaré a la orilla? No lo sé, pero me está costando mucho nadar...